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martes, 26 de enero de 2010

Réquiem por Haití

El terremoto que ha devastado Haití se ha llevado por delante el país. Y digo país porque, mientras que una población es sólo un conjunto de individuos, un país es esa población con un conjunto de relaciones, capacidades e instituciones. O sea, con un Estado organizado, con unas instituciones sociales en funcionamiento, con unas instituciones económicas productivas. Es cierto que en el caso de Haití todo esto funcionaba mal, pero, al menos, las tenían. Hoy ni siquiera eso. En una catástrofe como la que han vivido, a la desgracia de perder a los seres queridos, de sufrir heridas, de perder los bienes que se poseen, ha de sumarse la pérdida de las instituciones, el dislocamiento del orden social, la devastación del capital físico que permitía que el país, mal que bien, existiera. 

Por eso ayudar a Haití no puede ser sólo resolver la urgencia de la catástrofe. No se trata sólo de intentar, en las primeras dos semanas, salvar al mayor número de personas de debajo de los escombros, de atender a los heridos, de dar agua potable y comida a los sanos, se trata de que, a continuación, se empiece la reconstrucción de lo perdido. Y para eso se necesita mucha, muchísima ayuda, porque Haití no es sólo un país pobre, hoy es un país paupérrimo que prácticamente no existe. 

Las pérdidas han sido inmensas. En un población de 8,7 millones de personas han fallecido unos 100.000. Seguramente están heridos otros 250.000. Esto implica que Haití ha perdido casi el 1,2% de su población en unos días y tiene otro 2,9% de heridos o enfermos. Para hacernos una idea de estas pérdidas es como si en España se hubieran muerto unas 500.000 personas y tuviéramos que hacer frente a 1,3 millones de heridos. Y eso en un país que es ¡diez! veces más pobre que nosotros. A estas pérdidas hay que sumar además el capital humano e institucional destruido. Dado que la mayoría de la destrucción se ha centrado en la capital, donde se concentraba la parte más importante de las instituciones administrativas, sociales y económicas, así como de sus infraestructuras, se puede decir que el terremoto ha tenido un impacto mayor sobre el país que el que ha producido sobre su población. Una somera cuantificación nos lleva a la cifra de entre unos 9 y 12.000 millones de dólares en pérdidas, lo que equivale al 65-70% del PIB del país. En términos españoles esta cantidad supondría unos 600.000 millones de euros. 

Teniendo en cuenta lo anterior, la ayuda que necesita Haití en los próximos tres o cuatro años es de 12.000 a 14.000 millones de dólares (unos 3.500 millones por año como mínimo). Si este volumen de ayuda no llega, Haití no se recuperará ni alcanzará en mucho tiempo los bajísimos niveles de antes del terremoto. Peor aún, si esta ayuda no llega con reforzamiento de sus instituciones (una especie de protectorado deferente) el país desaparecerá. Porque empezarán las migraciones (ya lo han hecho), se descapitalizará, se instalará la ley del más fuerte, la corrupción se adueñará de la ayuda y, al desastre del terremoto, se sumará el desastre de un país fallido. 

O sea, que, en mi opinión, hemos asistido a la muerte de Haití, y no porque sea un pesimista antropológico, sino porque la ayuda que salvaría a Haití depende de las promesas de los políticos que nosotros, los ricos, elegimos. Y éstos no han cumplido nunca las promesas de ayuda que han hecho a los pobres (la prueba son las miles de millones de promesas incumplidas para África, Afganistán, Palestina, Centroamérica, etcétera). Peor aún, ni siquiera son capaces de cumplir las promesas que nos hacen, cada cuatro años, a los que los votamos. 

Lo siento, pero debajo de los escombros de Puerto Príncipe está enterrado un país pobre al que nosotros los ricos dejaremos morir, aunque la causa oficial de la muerte sea un simple y terrorífico desastre natural. Descanse en paz. 

26 de enero de 2010