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martes, 19 de diciembre de 2017

Elecciones catalanas

Me había prometido no volver a escribir sobre Cataluña, pero la proximidad de las elecciones lo hacen inevitable. Aunque no queramos, y aunque este año la campaña comercial de Navidad esté siendo más fuerte que antes de la crisis, el monotema catalán es una parte esencial de las conversaciones públicas y, por tanto, de la agenda política española. Es triste constatar que una sociedad rica y, en teoría, educada, como la catalana (y la española), puede ser manipulada hasta el límite de que se olviden los problemas reales de la gente, y la agenda política sea copada por la expresión agresiva de sentimientos en la esfera pública bajo la apariencia de principios políticos. Es sorprendente que una comunidad de más de 46 millones de personas viva pendiente de las consecuencias de un problema emocional, pues esa es la base del nacionalismo (los independentistas basan toda su razón política en que no se «sienten españoles»), y no le dedique el mismo esfuerzo a resolver el problema del paro que afecta realmente al bienestar (económico, psicológico, también emocional), no sólo a los 3,7 millones de españoles que lo sufren, sino de sus familias. O que no se esté abordando con la misma intensidad los temas críticos de las causas profundas de la corrupción política, el problema de las pensiones en el medio plazo, la financiación de la dependencia, los guetos en nuestras ciudades, la educación, el cambio climático, la amenaza cibernética o la construcción europea, por citar sólo algunos temas importantes para la ciudadanía, también la que vive en Cataluña. 

Es evidente que las elecciones catalanas del 21-D no son unas elecciones autonómicas normales. Y no lo son por tres razones fundamentales que las hacen únicas. La primera es por la causa, el origen, de la convocatoria, pues es la primera vez que unas elecciones autonómicas no se convocan siguiendo los procedimientos establecidos en los mismos Estatutos de Autonomía, sino como consecuencia de la aplicación del artículo 155 de la Constitución. 

La segunda es que la campaña, lejos de centrarse en las propuestas que hacen los distintos partidos para el conjunto de competencias que tiene una Autonomía en España, es decir, en la gestión de la sanidad, la educación, la ordenación del territorio, la dependencia, la cultura, la protección de la naturaleza, la mejora de las empresas, la lucha contra el paro y la exclusión social, etc, se está centrando en un imaginario y confuso dilema sobre el procès de independencia. Un proceso político que está realmente muerto, pues por muchos escaños que tengan los partidos independentistas no pueden mantener el pulso de la calle, ni el desafío revolucionario, una vez perdido el factor incertidumbre (la imprevisibilidad de cada movimiento), se va contrarrestando el relato y se enfría la movilización. 

Y la tercera es que, dada la inmensa fractura que se ha producido en la sociedad catalana y la fragmentación ideológica, no hay posibilidad de gobernabilidad. El único resultado del proceso ha sido la aniquilación de Cataluña como comunidad. La división que se ha producido en la sociedad catalana es tan profunda que es incluso mayor que la que puede rastrearse con el resto de España, tiene más difícil solución, y eso se va a manifestar en los resultados electorales. Más aún, de cumplirse las encuestas que se han publicado, la única posibilidad de investir un Gobierno es el independentista, pues Podemos apoyaría, a pesar de su retórica de la equidistancia, antes a una coalición liderada por Esquerra que otra liderada por Ciudadanos, lo que llevaría a otra legislatura estéril en porque el debate independentista lo volvería a ocupar todo. 

En definitiva, las elecciones catalanas, en mi opinión, ya tienen un resultado evidente: pase lo que pase, pierde Cataluña. Ya las han perdido todos los catalanes, pues a nadie ha beneficiado el proceso. Ahora lo que nos queda sería evitar que perjudique al resto de los españoles y, para ello, quizás lo mejor sería volver a hablar racionalmente de lo que importa. 

18 de diciembre de 2017 

lunes, 4 de diciembre de 2017

Teen Foreign Policy

Una de las principales competencias de la presidencia norteamericana es la política exterior. El presidente es el responsable de la definición de los objetivos de la política con otros países, negocia los tratados (que ratifica el Senado), y dispone de una amplia variedad de instrumentos para llevarla a cabo que van desde los más simbólicos (visitas y declaraciones), hasta los más duros de despliegues militares, pasando por el nombramiento de los embajadores, la disposición de la ayuda económica o el favorecimiento de determinados grupos empresariales. Al conjunto de los principios y objetivos de política exterior es lo se llama la Doctrina y se suele sintetizar en un eslogan o en un conjunto sencillo de principios. Desde la Doctrina Washington (expuesta, irónicamente, en su despedida) de no intervención, pasando por la longeva Doctrina Monroe, (la famosa «América para los americanos»), los Catorce Puntos de la Doctrina Wilson, la democrática Doctrina Roosevelt, hasta la Doctrina Truman llevada a su máxima expresión por el presidente Reagan, todos los presidentes, con la excepción del presidente Obama, han tenido una doctrina exterior clara que se ha formulado al principio de su administración. 

La doctrina oficial de la administración Trump es muy sencilla y se plasma en una simple frase muy repetida por el presidente: «America first» (América, primero). Sus fundamentos son, igualmente, muy sencillos y se pueden resumir como siguen: puesto que el objetivo primario de un presidente estadounidense es servir a sus votantes y los problemas de estos son el paro y los bajos salarios, la inseguridad y las diferencias sociales, la amenaza terrorista y la nuclear, la mejor política exterior debe ser aquella que resuelva estos problemas. Por eso, para eliminar el paro y los bajos salarios la mejor forma es reducir los tratados de comercio, empezando por el NAFTA con Canadá y México, y siguiendo por los tratados del Pacífico (con China y todas las potencias emergentes) y del Atlántico (con la UE), al tiempo que se retira de los tratados sobre el cambio climático, pues pueden llevar a perder puestos de trabajo en la industria del carbón. Por otra parte, para reducir la inseguridad y las diferencias sociales, lo mejor es, según la administración Trump, una política antiinmigración de mano dura y un rechazo a todo lo extranjero para hacerles ver que no son bienvenidos. Para conjurar la amenaza terrorista la línea de acción es la intervención militar fuerte: apoyo a Israel, coordinación con Rusia en Siria, apoyo a Arabia Saudí en Yemen, amenazas contra Irán y aumento del despliegue en Afganistán. Finalmente, para evitar la amenaza nuclear norcoreana, lo mejor según Trump, son unas maniobras conjuntas en el mar de Japón (con no poca improvisación) y una buena dosis de insultos y bravuconería en internet contra Kim Jong-un. 

Con esta política exterior, la administración Trump está destruyendo una parte importante del capital relacional de los Estados Unidos. En Europa, tras los desplantes a la Canciller Merkel, la política norteamericana es vista como hostil. Y de la misma forma es vista, a pesar de la última gira, en Asia, especialmente en China, y en Oceanía. E igualmente, más hostil si cabe, es percibida en Latinoamérica, pues el presidente Trump suma un explícito desprecio. Y África, por supuesto, no existe. Más aún, el rechazo al multilateralismo en las relaciones internacionales y el agresivo papel de su embajadora Nikki Haley en la ONU hacen que los Estados Unidos sean vistos más como una amenaza que como una solución a los problemas globales. 

La consecuencia directa es que los Estados Unidos están dejando pasar numerosas oportunidades en casi todas las regiones del planeta. 

La política exterior norteamericana está siendo terriblemente irresponsable. Gobernada por una mezcla de ignorancia y testosterona, con las ínfulas de un adolescente matón adicto a las redes sociales que juega a la guerra desde su sofá, es una política exterior adolescente que hace un mundo más inestable e inseguro para todos. También para ellos. 

4 de diciembre de 2017