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lunes, 23 de noviembre de 2015

Terrorismo, fanatismo, totalitarismo

La causa última del terrorismo no es otra que el fanatismo. El pensar que hay un sistema de creencias que no sólo es el verdadero, sino que ha de ser el de todos los demás, por lo que ha de ser impuesto a los otros, aunque no quieran. La causa última del terrorismo es el fanatismo mezclado con un desprecio absoluto a la vida humana. 

El fanatismo, que es un desequilibrio psicológico y social, tiene una dimensión política que es el totalitarismo. Todo fanatismo implica un totalitarismo, sencillamente porque el fanatismo no comprende la libertad, la posibilidad de discrepancia. 

La causa del terrorismo es, pues, la existencia de fanáticos que, apoyados por países o grupos totalitarios, quieren imponernos un totalitarismo. Luchar contra el terrorismo es luchar contra el fanatismo de las personas y el totalitarismo de los grupos o países que los apoyan. 

Para luchar contra el fanatismo, hay que trabajar en tres ejes esenciales: discurso, educación y libertades. La primera base de toda línea de acción es un discurso, un relato de lo que se hace y porqué se hace. Hemos de empezar por ser conscientes de la existencia de fanatismos en el seno de nuestras sociedades, de ahí que debiéramos empezar por un discurso que reivindique los principios democráticos liberales. Hemos de reconstruir el discurso democrático básico. Sólo desde él podemos confrontar ideas con los fanáticos. 

El segundo pilar es la educación, pues la ignorancia es una de las raíces del fanatismo. Eso sí, una educación genuina, no un adoctrinamiento, pues la educación, de la misma forma que es un instrumento para la lucha contra el fanatismo, es fuente de él. De ahí la importancia de la libertad educativa y de la garantía pública de esta libertad. 

Finalmente, para luchar contra el fanatismo, es necesaria la firmeza en la defensa de las libertades. Es la contradicción liberal: la libertad es necesaria protegerla mediante leyes que obliguen a otros a ser libres. Las democracias occidentales no pueden ser tan permisivas que consientan, por ejemplo, la marginación de la mujer en sus comunidades musulmanas, incluso en detalles como el uso del velo o el absentismo de las clases de educación física. Como hemos de reclamar a los países totalitarios de Oriente Próximo el respeto de la carta de los Derechos Humanos. La misma razón que opera para presionar a otros debería operar para países como Arabia Saudí, Kuwait o los Emiratos. 

Para luchar contra los totalitarismos hay también tres ejes clave: diplomacia, inteligencia y fuerza. Diplomacia para concitar coaliciones de países para cortar las fuentes de financiación, aprovisionamiento o reclutamiento de los grupos terroristas, para allegar recursos, para ejercer presión. Diplomacia y apoyo a los grupos de orientaciones democráticas opositores en estos países totalitarios. Diplomacia y apoyo para los países que pueden servir de modelo de transición para estos países, como es el caso de Túnez. ¡Qué pena que, por pereza, dejáramos marchitar las primaveras árabes! 

Inteligencia, civil y militar, es el segundo pilar. Es necesario conocer el funcionamiento, fuentes de financiación y aprovisionamiento, personas, bases ideológicas y logísticas, etc. de las organizaciones que amparan o promueven el terrorismo, para prevenir atentados y desarticular grupos. Hemos de dedicar recursos a inteligencia a una escala mucho mayor que la de dedicamos a la lucha contra los grupos terroristas como ETA. 

Y, finalmente, y al mismo tiempo, es necesario el uso de la fuerza militar. El mundo ha de intervenir en Libia, Siria y Somalia; restaurar la integridad territorial de Irak y Afganistán; dar un serio aviso a Arabia Saudí, a los Emiratos y a Pakistán; apoyar a Túnez, Jordania, Marruecos y Turquía; presionar a Egipto e Irán para una apertura; ayudar a un cambio en Argelia; proteger a Líbano, Mauritania, Mali, RCF, Chad, Etiopía, Nigeria y Kenia. Y solucionar el problema palestino. Y ha de hacerlo todo el mundo porque todos estamos amenazados. Solo así, las muertes de París no habrán sido en vano. 

23 de noviembre de 2015 

martes, 10 de noviembre de 2015

Yo tuve amigos catalanes

Hubo una vez que tuve amigos catalanes, algunos con apellidos compuestos con i latina y otros nacidos allí de padres andaluces. Amigos catalanes que no subrayaban continuamente su catalanidad, que eran catalanes como yo soy andaluz y otros son madrileños. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes con los que me identificaba porque éramos de la misma edad, habíamos estudiado en colegios parecidos, en la universidad nos habían enseñado las mismas cosas, teníamos las mismas películas favoritas y parecidos gustos musicales (ellos cantaban Jarcha o Triana y nosotros a Llach y la Companya Eléctrica Dharma), vestíamos vaqueros y nos gustaban las mismas comidas. Entre nosotros, la diferencia era más de matices: Barça o Betis (o Real Madrid o Sevilla); Rioja o Penedés, pero siempre cava para brindar; aguas bravas del Atlántico o azules y transparentes del Mediterráneo. No nos distinguíamos más de lo que se distinguen los amigos de la misma pandilla. De hecho, sólo notábamos la diferencia en el acento con el que hablábamos en castellano y la usábamos para reírnos los unos de los otros. Ellos no eran capaces de imitar el acento andaluz, mientras que nosotros sí podíamos hacer chistes de catalanes. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes que creían en cosas parecidas a las mías, que eran demócratas, liberales o socialistas, todos con preocupación social, culturalmente cristianos (unos más creyentes que otros, incluso algún ateo), europeístas de vocación y convencimiento. Unos éramos más germanófilos y anglófilos en nuestras referencias culturales y otros más francófilos, pero todos nos sentíamos parte de la misma Europa cultural. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes que trabajaban en las mismas empresas que nosotros: en la Caixa, en la Seat, para la Procter, para la Nestlé. Que eran profesores de instituto o de universidad o mecánicos o empresarios, con los mismos problemas y realidades que nosotros. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes que eran iguales que nosotros, que lo único que nos diferenciaba era que eran, casi por naturaleza, bilingües. Y no le dábamos a eso más importancia que al que era bilingüe porque su madre era italiana, porque todos teníamos que aprender inglés o alemán para salir de España. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes que votaron a líderes políticos que hicieron una lectura torcida de la historia y de las leyes, y les dijeron que pagaban más impuestos que nosotros, que nosotros éramos unos vagos gorrones, que porque eran la primera economía de España, y estar más cercanos a Europa, eran más europeos y tenían derecho a tener más que los demás. 

Hubo una vez que tuve amigos catalanes y hoy ya no los tengo porque dejaron de hablar conmigo, se creyeron lo que les decían sus políticos, y construyeron un discurso en el que sólo se le puede demostrar el cariño que les tenía si uno está dispuesto a ver lo que nunca vio: que eran diferentes. 

Hoy ya no tengo amigos catalanes porque, para que sean mis amigos, tengo que comprarlos o halagarlos, porque ellos han decidido que yo los maltrato y que la culpa de su tasa de paro es nuestra. 

Hoy ya no tengo amigos catalanes porque si les digo que no veo que tenga que haber diferencias entre nosotros porque ellos hablen catalán, me toman por un rancio fascista, cuando hace sólo unos años soñábamos con un partido europeísta en que hubiera italianos, franceses, alemanes, de todas las nacionalidades. 

Hoy ya no tengo amigos catalanes sencillamente porque ellos ya no me ven como amigo suyo, sino, todo lo más, como un socio necesario. Por eso, porque ya no nos vemos como amigos, sino como socios, y sus hijos no serán amigos de mis hijos, estoy dispuesto a negociar amigablemente una separación. Eso sí, sin imposiciones por su parte y guardando las formas y la legalidad. 

Es una pena, pero hubo una vez que tuve amigos catalanes... y hoy ya no los tengo. 

9 de noviembre de 2015