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lunes, 20 de octubre de 2014

Revolución

Hasta la semana pasada, hasta el caso de las tarjetas de Caja Madrid, me he resistido a pensar que la corrupción en España era un hecho generalizado. No sé si esa resistencia era porque no quería reconocer mi propia ignorancia, o porque soy un ingenuo, o por ambas causas. El hecho es que visto lo ocurrido en Caja Madrid se me ha caído la venda de los ojos. Me ha bastado con hacer una simple lista de casos de corrupción de los que me acordaba, y ordenarlos, para ver meridianamente claro. Tenemos corrupción en los ayuntamientos (Marbella, Estepona, Pozuelo, Alcorcón, Alicante, Santiago, Vigo); en las Diputaciones (Castellón, Pontevedra, Orense); en las Comunidades Autónomas (Noos en las Baleares, EREs en Andalucía, Cursos en Madrid, el 3% de Pujol en Cataluña, el caso Gürtel en Valencia); en el Gobierno central (subvenciones al carbón, por ejemplo); en los partidos políticos (Caso Gürtel, Caso Liceu), en los sindicatos y las organizaciones empresariales, en las cajas de ahorro, etc. Una lista que continuará porque a Caja Madrid habrá que sumar Cataluña Caixa o CAM, y que se ampliaría si se investigaran las fusiones y que se auditara la administración paralela, porque, a estas alturas, ya no me creo que solo haya habido abusos en los gastos de representación en Caja Madrid. Y esto solo es corrupción por robo, que si sumamos el nepotismo a la hora de colocar gente en la administración (véase el increíble caso del Tribunal de Cuentas) no tenemos más remedio que concluir que todo o casi todo lo que tocan los políticos, y hay muy pocas y honrosas excepciones, lo han corrompido. 

La causa de tanta corrupción en España es, en mi opinión, la omnipresencia de la Administración pública, y de los partidos políticos que la ocupan, en la sociedad española. La Administración pública está presente en todo porque todo lo regula. Una vieja Administración pública que heredamos del Franquismo, pero que el Estado de las Autonomías ha replicado hasta hacerla casi infinita. Casi todo en España es Administración o depende de ella, incluso en aquellas actividades que no son propiamente políticas. Desde los medios de comunicación (que a los públicos habría que sumar los semipúblicos, por la mucha dependencia de la publicidad institucional que tienen), pasando por los deportes, la cultura, las actividades populares o las actividades sociales más nimias, hasta, por supuesto, la sanidad, la educación, la universidad... todo en España es Administración o depende de ella. Incluso sectores económicos enteros viven de las subvenciones. Y no es solo que la Administración española consuma casi el 40% de lo que producimos (la mayoría, hay que ser exactos, en gasto social y del estado del bienestar), es que tenemos una de las más altas ratios de empleo público sobre empleo total y, por supuesto, uno de los corpus jurídicos más amplios del mundo. 

Esta Administración omnipresente está, a su vez, ocupada por los partidos políticos. Unos partidos políticos que son máquinas electorales que se convierten en agencias de colocación en la administración. Nuestros partidos políticos son fuertes porque tienen la capacidad de ocupar a mucha gente y gobiernan la carrera de otros muchos. De hecho, la lealtad en los partidos se mantiene por las posibilidades de recompensa. Por eso, el adelgazamiento de la administración es imposible. Como lo es la es la separación de poderes porque los partidos lo controlan todo. 

Es en este contexto en el que ha florecido la corrupción. Para resolverla España necesita una revolución, pero lejos de necesitar la que predica Podemos, la revolución que necesitamos, desde hace ahora exactamente dos siglos, es una revolución liberal. Una revolución que limite la política. Una revolución liberal que nos haga ciudadanos y no súbditos dependientes. Una revolución liberal que nos quite las caenas. Una revolución imposible porque las cadenas que nos atan hoy al Estado son invisibles, la tendencia va por otro lado y, en España, los liberales siempre fuimos minoría. 

20 de noviembre de 2014 

lunes, 6 de octubre de 2014

Podemos

El fenómeno político más interesante en España en los últimos meses es, indudablemente, el crecimiento de Podemos. Un hecho que para muchos es algo original y que, sin embargo, es tan antiguo como muchas de las ideas que el movimiento promueve. 

Podemos es el resultado de la confluencia de las dos crisis que está viviendo nuestra sociedad. Sin una crisis económica como la que estamos viviendo y, sobre todo, sin una tasa de paro como la que tenemos, sin esos fenómenos dramáticos de desahucios, las colas ante los comedores sociales, el deterioro de las condiciones de los barrios marginales o las llamadas de auxilio de las oenegés, el fenómeno Podemos no tendría suelo en el que nacer. Pero siendo este el suelo, el agua que lo hace crecer es la crisis política. Sin esa percepción de corrupción generalizada que la ciudadanía tiene (y que se acrecienta cada día), sin el despilfarro, sin esas connivencias de los partidos con los corruptos, sin esa sensación de que "son todos iguales", Podemos no tendría capacidad de expansión. Podemos es, pues, la encarnación de estas dos crisis y, en especial, del fracaso de nuestra clase política en el tratamiento de las consecuencias más duras de la crisis y en su propia incapacidad para regenerarse, pues nadie les votaría si viviéramos en una economía de pleno empleo y en una democracia sin corrupción. 

El crecimiento vertiginoso de Podemos tiene, sin embargo, su oxígeno en una estrategia de márketing, basado en la televisión y en las redes, de una inmensa eficacia. Podemos podría haberse quedado en poco más que una continuación del movimiento 15-M, si no llega a ser por el aire que, permanentemente, le ha dado la Sexta y por su capacidad para manejar las redes sociales. 

Los partidos políticos tradicionales no saben qué hacer con Podemos, sencillamente, porque no lo entienden. Da la sensación de que el PP no considera a Podemos un problema porque creen que divide a la izquierda, y porque están convencidos de que puede ser un elemento para movilizar a parte de su electorado, ante el temor de una victoria de la "izquierda radical". La reacción del PSOE no ha sido tanto por el crecimiento de Podemos cuanto por sus problemas internos, pero hay cosas en las que lo están imitando (presencia en la televisión, telegenia de su líder, márketing digital, etc.), y, en cuanto a sus relaciones, no saben qué hacer: si acercarse, con lo que perderían el electorado de centro que tuvo alguna vez, o alejarse, dejando toda la izquierda para IU y Podemos. 

Para IU, Podemos es la competencia directa en su espacio ideológico, con la ventaja de Podemos de tener un márketing más moderno, contar con Pablo Iglesias, también muy telegénico (ante lo que ha reaccionado apostando por Alberto Garzón, otro galán) y no ser un partido clásico (aunque IU no se vea así). 

Podemos no es, pues, y salvo que se organice en partido, una parte estable del sistema político, sino una distorsión del mismo. Una distorsión que crece y puede llegar a ser un actor importante en la vida pública, en la medida en la que no se vayan conteniendo los efectos negativos de la crisis económica y no haya una verdadera regeneración en los partidos tradicionales. Y una influencia real de Podemos en nuestra política, más allá de provocar la reacción, puede ser muy peligrosa para todos (también para aquellos que ya están mal con el sistema actual), sencillamente, porque las propuestas económicas de Podemos no resisten más allá del primer choque con la realidad (y son tan añejas como el marxismo de finales del XXI), y sus propuestas de organización política son, sencillamente, inviables. 

Podemos es, en el fondo, una edición actualizada y simplificada de los viejos movimientos revolucionarios del siglo XIX. Un anacronismo que refleja la crisis profunda de nuestra sociedad y no es, desde luego, una solución a esa crisis, sino un peligro. Un profundo peligro. 

6 de octubre 2014