Páginas

martes, 27 de septiembre de 2016

Inercia

Llevamos casi un año sin gobierno y la economía española sigue funcionando a velocidad de crucero, con algunos problemas graves en vías de mejora. A la espera de tener datos del tercer trimestre (que mejorarán los que ahora tenemos), las principales variables macroeconómicas están en el buen camino: el PIB está creciendo por encima del 3%; los precios están estables; la ocupación ha crecido hasta los 18,3 millones de personas; la balanza de bienes y servicios es positiva y la deuda externa se reduce significativamente. Es cierto que seguimos teniendo problemas, y algunos muy graves como una tasa de paro del 20%, un déficit público de más del 5% y una deuda total por encima del 250% del PIB (de los que 101 puntos son de deuda pública). Como es cierto que seguimos sin resolver problemas básicos de desigualdad social, que tenemos enquistados desde hace años y que la crisis no ha hecho nada más que exacerbar. 

Para explicar esta situación de una economía que crece sin el impulso de una política económica activa, que es extraña para muchas economías desarrolladas, los economistas acudimos (una vez más) a una analogía con un concepto de la Física, y decimos que toda economía tiene una «inercia» que mantiene la tendencia. Es decir, puesto que los datos macroeconómicos son solo la agregación de las decisiones individuales de millones de familias, empresas e instituciones, y éstas mantienen su actividad y toman sus decisiones diarias solo lejanamente influidas por las decisiones de los Gobiernos, una economía puede seguir funcionando al margen de la formación o no de un Gobierno tras unas elecciones. Lo que, en el caso de España, es más cierto porque, en realidad, el margen de actuación de nuestro Gobierno es muy limitado por su pertenencia a la zona euro. 

La inercia de una economía, esa capacidad para funcionar e ir resolviendo sus problemas al margen del impulso político, depende de muchos factores, esencialmente, tres: el peso del Sector Público en el conjunto de la actividad, pues cuanta menos actividad dependa de la administración, menos dependencia de la ejecución presupuestaria y, por lo mismo, menos parte de la economía se ve afectada por la parálisis del Gobierno; de la calidad de sus instituciones económicas (leyes civiles, mercantiles y laborales, sistema financiero, etc.) y de sus administraciones públicas, pues son las que permiten el funcionamiento eficiente de la actividad económica; y, finalmente, de la cohesión social y de la articulación de su sociedad civil. 

La economía española tiene una alta inercia básicamente porque tiene un Sector Público contenido, porque sus instituciones económicas son estables y dependen más de la Unión Europea que de sus decisiones internas (política monetaria, límites en la política fiscal, regulaciones básicas de mercados, etc.), y porque, a pesar de las desigualdades y de los problemas, sigue teniendo una alta cohesión social, en la que el papel de la familia (se entienda por esta palabra lo que se entienda) sigue siendo esencial. En definitiva, la economía española tiene la inercia que tiene y crece como crece, en gran medida, porque la sociedad española está mostrando en esta situación, como en otras que podríamos poner de manifiesto si el discurso catastrofista y dramático que se ha instalado dejara ver la realidad con datos, una madurez y seriedad que no tiene su estructura política, y desde luego, que no tienen sus líderes políticos. 

Pero la inercia económica, como la física, tiende a cero por la incertidumbre, que actúa de freno como el rozamiento, por lo que no se debe estar mucho tiempo sin Gobierno. La inercia económica no dura más allá de tres o cuatro años, aunque se note su disminución año a año. De ahí que sea conveniente que, al menos en ese periodo (antes si fuera posible), vayamos pensando en formar un Gobierno, bien porque se llegue a un pacto razonable, bien porque, tras seis o siete elecciones, los españoles volvamos a dar la mayoría absoluta a algún partido. 

lunes, 12 de septiembre de 2016

Colombia, año cero

De todas las noticias recientes que nos llegan del «otro lado del charco» quizás la más relevante, por su importancia, profundidad y calado sea la de la firma de los acuerdos de paz en Colombia. 

Y es que con los acuerdos de paz en Colombia se pone fin a la más antigua guerra civil del continente americano. Una guerra que, heredera de la tradición guerracivilista colombiana, se desató por un problema agrario en el contexto de la Guerra Fría en los primeros años 60, se sostuvo en la lógica del enfrentamiento de bloques y, desaparecida la Unión Soviética, se mantuvo por el narcotráfico y el apoyo venezolano. Una situación de guerra que se alimentó a sí misma: lo que empezó siendo la reivindicación de una injusta transformación agraria, se convirtió en una excusa en el tablero internacional, hasta derivar en un modo de vida para una parte de la población que ha vivido de la misma guerra. Un conflicto con demasiados «daños colaterales»: asesinatos, desapariciones, violaciones, desplazamientos, pobreza, injusticia. Y, a nivel macro, una democracia con zonas oscuras por la obsesión de la seguridad, una administración corrupta, una economía con mucho dinero manchado de coca (lavado en Panamá) y una estructura social desigual y violenta. Un conflicto que hacía de Colombia un país enfermo. 

Los acuerdos de paz son el fruto de la estrategia diseñada por el presidente Uribe (ahora en contra del acuerdo) ejecutada por el presidente Santos (ministro de Defensa en el gobierno Uribe) de «debilitar para negociar», y de la constatación, por parte de la guerrilla, de que su causa carecía de soporte político, viabilidad social y capacidad tecnológica a medio plazo, aunque aún podían causar mucho dolor al país. Los acuerdos, un documento de 297 páginas muy farragoso titulado Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera (www.cancilleria.gov.co), se articulan alrededor de seis ejes temáticos clave: un plan de desarrollo rural de Colombia que sea el motor del crecimiento en el territorio controlado por la guerrilla; la transformación de la guerrilla en un movimiento político integrado en la democracia colombiana, con plenas garantías para su participación, con escaños garantizados; el cese del conflicto y de la violencia; la búsqueda de una solución al problema del narcotráfico; la identificación y reparación de las víctimas del conflicto; y, finalmente, la implementación, verificación y refrendo del acuerdo. Se complementan estos capítulos, muy engarzados unos con otros y con muchas repeticiones, con unos protocolos y anexos en los que se establecen precisiones muy necesarias. En general, y en mi opinión, un buen documento que, con algunas lagunas, como la normalización en la zona actualmente controlada por la guerrilla de la acción del Estado, y con algunos guiños de difícil cumplimiento como algunas modificaciones legales, puede ser la base para que Colombia reinicie su historia. 

Ahora queda lo más difícil: transformar la paz en convivencia. Algo que sólo es posible si los acuerdos generan cuatro dinámicas de superación del conflicto. La primera es una dinámica de participación política no violenta y normalizada, algo complejo, pero no imposible, en un país tan dual (como casi todos los latinoamericanos) como Colombia. La segunda es una dinámica de integración psicosocial de las personas cuya vida ha sido la guerrilla o la guerra contra ella, pues son personas que no han conocido otra vida, que tienen armas, que saben vivir en el conflicto y, en algunos casos, al margen de la ley, personas que han de reconstruir una biografía. La tercera, la más delicada, es la dinámica del reconocimiento de las víctimas, el perdón y la reparación dentro de lo posible. Y, finalmente, la dinámica de la reescritura de la historia, del relato de la sociedad colombiana de lo vivido. 

Colombia ha firmado la paz. Y eso es una buena noticia no sólo para los más de 48 millones de colombianos, sino para una humanidad que vive demasiados conflictos. 

12 de septiembre de 2016