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lunes, 17 de noviembre de 2003

Nacionalismo

Lo siento. Pero no puedo ser nacionalista. Ni vasco, ni catalán, ni andaluz, ni español, ni europeo. Y no puedo ser nacionalista por ser kantiano: no puedo encontrar la norma general que sea de aplicación a todos. Pues, ¿qué sería ser universalmente nacionalista? ¿que todos fuéramos nacionalistas de nuestra ciudad, o de nuestra región, y cada uno de la suya y no pudiera haber superposiciones? ¿qué criterio deberíamos seguir, el étnico, el lingüístico, el territorial, el religioso, un criterio medieval de limpieza de sangre? Desde luego, no me quiero imaginar un mundo en el que la norma fuera que he de pertenecer a una determinada nación o estado por el color de mi piel, por mi rh negativo (que lo es), o por el idioma en el que me nombran (que, en mi caso, es el hebreo por el Gabriel y el María, hispano-romano por el Pérez y árabe por el Alcalá). Y no me quiero imaginar un mundo así, porque un mundo así sería un mundo de conflictos y negaciones de unos y otros, de limpiezas étnicas y de mentiras educativas, con guerras de prestigio y de superioridad. Un mundo de infinitas incomprensiones y fronteras. No, no puedo ser nacionalista. 

Y no puedo serlo a fuer de racionalista. Porque el nacionalismo apela a mi emotividad, no a mi racionalidad, a mi sentimiento de pertenencia a un grupo humano, no a las razones de esta pertenencia. Y hacer política desde la emotividad no es hacer buena política. Porque las leyes no se pueden hacer desde el sentimiento, sino desde la razón. Una ley no es buena porque esté hecha por uno de los nuestros, sino porque el comportamiento que induce es bueno para el individuo y para el conjunto de la sociedad. Ni puede ser un mérito para la administración o la universidad el ser de un determinado pueblo o tener unos apellidos. No quiero que pueda interesarme ser nacionalista. No, no puedo ser nacionalista. Y no puedo ser nacionalista porque soy liberal. Y es que creo en la individualidad de cada persona y en su libertad. Y no puedo concebir que por tener unas características contingentes tengamos, o dejemos de tener, determinados derechos. Aceptar que la historia la hacen los pueblos, y no los individuos que los conforman, que una comunidad determinada de personas, por sentirse diferentes, hablar diferente o tener una historia diferente, tienen determinados derechos, privilegios, obligaciones o responsabilidades es aceptar la tesis de la subordinación de los individuos a los pueblos, de la supremacía de la comunidad sobre el individuo. 

No, no quiero que me obliguen a ser nacionalista. No, no puedo ser nacionalista. Y no puedo ser nacionalista a fuer de igualitarista. Porque el nacionalismo, en su raíz, implica hacer distinciones entre los que somos iguales, los seres humanos, una distinción por un criterio, el que sea, que nos clasifica. No, no puedo ser nacionalista vasco, ni catalán, ni andaluz, ni español porque no me considero un ser humano diferente a un indio, un chino o a un africano. Ni puedo encontrar en mi diferente color, lengua, religión o costumbres una razón para que tengamos diferentes derechos. 

No, no puedo ser nacionalista. Y no puedo serlo a fuer de demócrata. Porque la democracia moderna, la que hemos construido desde la revolución inglesa del XVI, la que gritó en los Estados Unidos que todos los hombres nacen libres e iguales, la que habló en Francia de Igualdad, Libertad y Fraternidad, tiene, a pesar de su praxis, vocación universalista. Y, por eso, puede evolucionar cediendo soberanía y ampliando derechos a todos sin distinción, para hacer Estados más amplios, hasta poder llegar, algún día, a construir una utopía de democracia mundial. No, no puedo ser nacionalista. 

Y no puedo serlo a fuer de moderno. Porque si la modernidad se basa en las ideas ilustradas de la razón, la igualdad y la libertad, ideas que abolieron el mito y las leyendas de los pueblos escogidos, las desigualdades de los privilegios y la limpieza de sangre, la modernidad no puede ser nacionalista. No, no puedo ser nacionalista. Pero estoy dispuesto, a fuer de kantiano, de liberal, de igualitarista, de demócrata moderno, a debatir el plan Ibarretxe y otros tantos planes como el suyo. Porque él tiene la misma libertad y derechos que para mí quiero. Aunque, por la letra de su plan, sé que me negaría alguno de ellos en la nacionalista sociedad que pretende. 

lunes, 3 de noviembre de 2003

El fracaso de la política económica

El presidente Lula, en la entrega de los Premios Príncipe de Asturias, se preguntaba el porqué del fracaso, en la década de los noventa, de las políticas económicas en los países pobres. Y hablaba de fracaso, sin matices, pues prometieron crecimiento y sólo han traído pobreza. Lo que Lula planteaba, desde la realidad del país que gobierna, no es otra cosa que preguntarse por el fracaso de la política de corte "neoliberal", de "ajuste global", de "consenso de Washington" o de ortodoxia "estabilizadora", que todos estos apodos ha tenido. Y la pregunta es muy relevante porque nos lleva a cuestionarnos las políticas que hemos estado recetando los economistas y que los políticos han aplicado. Sin ánimo de ser exhaustivo, creo que el fracaso de las políticas económicas en numerosos países se debe, sencillamente, a la confluencia de cuatro factores relevantes. 

El primero, que podemos llamar el error de diagnóstico, ha sido que la economía que sustentaba esa política económica es errónea. Y es errónea porque, en economías de subsistencia (y la mayoría de las pobres lo son), los consumidores y los productores no se comportan como dicen los libros de textos americanos que han de comportarse. Porque los mercados son muy limitados y asimétricos, porque las familias son unidades de consumo y de producción que, en algunos casos, viven al margen del mercado, porque la información está mal repartida. En definitiva, porque la microeconomía de las economías desarrolladas no capta el comportamiento de los agentes de estas economías y, consecuentemente, porque los modelos macroeconómicos no tienen en cuenta sus matices. Hablar de liberalización en Mozambique, en el Congo o en cualquier país africano es una tontada. 

El segundo origen del fracaso de estas políticas hay que buscarlo en los objetivos de la política económica. Y es que, en la mayoría de los casos, la política económica que se ha diseñado para los países pobres no iba encaminada tanto al crecimiento de éstos, como a garantizar la posibilidad de cobro de las deudas previas que tenían. Al Fondo Monetario Internacional y la banca mundial no han evaluado el éxito de las políticas por las tasas de crecimiento de un país, sino por la mejora en su solvencia. Lo cual es significativo, pues si bien es cierto que, normalmente una alta tasa de crecimiento tiene un positivo efecto sobre las deudas, esto no es siempre cierto, pues puede crecerse aumentando el endeudamiento. Más aún, es curioso observar cómo el FMI ha elogiado la política económica de países que no crecían o que estaban en recesión, pero que mejoraban sus cuentas con la banca internacional. Y basta mirar los elogios a México o a Indonesia poco después de las crisis de los noventa. 

La tercera causa del fracaso está, según mi criterio, en los instrumentos. En economías sin Estado o sin instituciones económicas, con amplia corrupción y escasa administración, con alto fraude fiscal o, simplemente, de trueque amplio, se han recetado medidas que sólo con administraciones eficaces se pueden llevar a cabo. La subida de impuestos en Rusia a mediados de los noventa tuvo como efecto el aumento del trueque, con la consiguiente reducción de la base imponible, y el aumento de la corrupción y el fraude. La bajada de gastos trajo una inmensa pérdida de bienestar. 

Y, finalmente, la cuarta causa del fracaso es que no se tuvo en cuenta a la población, no se calcularon los efectos sociales y políticos. Porque en los manuales de política económica no se tiene en cuenta que cualquier decisión económica redistribuye renta, y que toda redistribución, especialmente si se hace más desigualitaria, polariza a la población y esto lleva al malestar social, a la protesta y a la inestabilidad. Y Venezuela, Ecuador, Perú, Argentina, Bolivia, México, Indonesia, etc... son ejemplos de esta idea. 

Estas cuatro ideas son, al menos en mi opinión, los ejes de una respuesta a la pregunta de Lula. Una respuesta que no sé si él conoce, aunque intuyo, por los pasos que va dando, que sí. Lo cual es, al menos, un soplo de esperanza en un mundo de arrogancia. Y no lo digo por la clase de economía que ha pretendido darle Aznar. Aunque también.