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lunes, 31 de enero de 2005

Mercado de trabajo e inmigración

El mercado de trabajo español ha vivido, en los últimos tiempos, un profundo cambio. En pocos años, España ha creado empleo, ha disminuido la tasa de paro hasta el 10,3% y ha absorbido un flujo creciente de inmigrantes. 

Con una población activa total cercana a los 19 millones de personas, hay más de un millón de inmigrantes legales en nuestro suelo que suponen, según los datos oficiales, más del 6,3% de la fuerza laboral española. A este millón hay que sumar otro millón de inmigrantes ilegales, muchos de los cuales se legalizarán en los próximos meses, con lo que el total de inmigrantes es más del 10% de la población activa. Los inmigrantes que proceden de la UE, un 20% del total de legales, suelen ocupar puestos de trabajo de alta cualificación, bien en sus propias empresas, bien en empresas multinacionales. Por el contrario, los inmigrantes de otras áreas geográficas (Europa del Este, África y Latinoamérica), casi el 75% de los legales y la práctica totalidad de los ilegales, ocupan puestos de trabajo de baja cualificación, especialmente en la agricultura, la construcción, el servicio doméstico y el sector turístico. 

Esta inmigración, tanto la legal como la ilegal, tiene indudables efectos sobre el mercado de trabajo español, en particular, y sobre la economía, en general. El primer efecto es el de aumentar la competencia y flexibilidad en el mercado de trabajo. Una competencia que se produce porque el trabajador extranjero, normalmente, no tiene preferencia geográfica y no tiene ninguna rigidez ocupacional, pues lo que quiere es, sencillamente, trabajar. 

Los inmigrantes, así, encuentran trabajo porque son más flexibles, y están social y políticamente menos protegidos, que los trabajadores españoles, por lo que el paro español se explica por nuestra menor adaptación, geográfica y funcional. Esta competencia, fuerte en el mercado laboral de baja cualificación, produce una moderación en la evolución de los salarios, lo que genera una disminución de los costes empresariales y, en los mercados abiertos a la competencia, una moderación en la tasa de inflación. El resultado de esta situación es que las empresas aumentan sus beneficios, mientras que los trabajadores nacionales abandonan en manos de los extranjeros determinadas actividades, máxime si tienen algún grado de protección social. Pero hay un segundo efecto importante más, que aflora si los trabajadores son legales: la mano de obra inmigrante, si es legal y está contratada legalmente, genera un fuerte incremento de los ingresos públicos, tanto por las cotizaciones sociales, como por impuestos. La inmigración, pues, aumenta la competitividad de las empresas, mejora los beneficios empresariales, aumenta la recaudación y, puesto que los inmigrantes también son consumidores, aumenta la demanda interna. Todo ello, además, manteniendo actividades que, de otra forma, entrarían en crisis. Y estos efectos son fácilmente rastreables en la economía española de los últimos años. 

Pero la inmigración también tiene efectos colaterales. Y el primero de ellos es que, al producirse una competencia sobre los salarios de baja cualificación, las diferencias salariales se amplían, variando la distribución de la renta, si no hay un sistema impositivo progresivo. El segundo es que la inmigración obliga a la flexibilización real del mercado laboral, pues el mantenimiento de un mercado rígido haría aparecer una importante economía sumergida. En tercer lugar, con un grado medio de protección social para los nacionales, la inmigración incide sobre el paro de larga duración. Y, finalmente, la inmigración puede tener, de no hacerse políticas de asimilación, un coste social a partir de un determinado número de inmigrantes concentrados. Y también se pueden observar estos efectos en la economía española. 

Por todo esto hemos de reconocer que la inmigración ha sido uno de los motores del crecimiento y del cambio económico español de los últimos años. Lo mismo que la emigración española lo fue del milagro económico europeo de los 60. No reconocerlo es igual a no reconocer lo que los nuestros hicieron allí. Y, desde luego, también aquí. 

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