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martes, 12 de abril de 2016

El peso de la historia

La semana pasada estuve en los Estados Unidos. La precampaña electoral sigue su curso y, mientras se van despejando dudas en el campo demócrata a favor de la señora Clinton (más por los errores del senador Sanders, que por aciertos propios), en el campo republicano el senador Ted Cruz intenta frenar a Trump, aunque ambos me parecen, por lo que he visto y leído, igualmente peligrosos, tanto para los Estados Unidos, como para el resto del mundo. Mi reflexión, sin embargo, no va de política norteamericana, sino de la diferente actitud con la que unos y otros presentamos lo que somos, la diferente forma de enfocar la vida pública. Es un hecho que los Estados Unidos no tienen casi historia. Cuando empiezan a construir sus primeras colonias en el Este, allá por 1620, cualquiera de nuestras ciudades tenía más de dos mil años. Y cuando empiezan a explorar su territorio, el de Europa tenía mapas de más de 400 años. No, los Estados Unidos no tienen casi historia. Por eso, es raro que ellos hablen del pasado, y menos, frente a los europeos, y cuando lo hacen lo hacen con una precisión pasmosa. Pero no les preocupa. Nosotros, sin embargo, rebosamos historia. Continuamente, cuando vamos a presentar nuestras ciudades o cuando vienen a visitarnos, hacemos alarde de nuestra historia, de lo antiguo que es todo, de nuestras tradiciones de décadas, cuando no de siglos. Contamos una historia que realmente no conocemos (¿qué sabemos realmente de las condiciones de vida, economía, leyes, salud, educación, familia o vida cotidiana en el Califato?) y de la que nos sentimos orgullosos, sin saber bien el porqué. 

Los norteamericanos no tienen casi monumentos. Los monumentos en los Estados Unidos son, en realidad, esos edificios gigantescos que son los rascacielos y, junto a ellos, esas iglesias neogóticas del siglo XIX que son malas imitaciones de Notre Dame. Nosotros, en cambio, tenemos miles de monumentos que van desde arcos de triunfo o teatros romanos hasta mezquitas y palacios de origen musulmán, junto a cientos de iglesias románicas, góticas o barrocas. En los Estados Unidos, cuando te quieren mostrar su ciudad, te suelen enseñar tres cosas: las sedes de sus empresas o sus gigantescos centros comerciales, los museos de arte moderno o de ciencias en medio de algún parque y los campus de sus universidades. Nosotros les hacemos un tour de edificios religiosos, museos llenos de reliquias y palacios. Si comparamos lo que enseñamos nosotros con lo que enseñan ellos, vemos una inmensa diferencia: nosotros nos enorgullecemos del pasado, de lo que otras generaciones, que ni conocimos, hicieron. Ellos, en cambio, se enorgullecen de lo que se hace ahora. Nosotros contamos el legado de otros, ellos cuentan lo que hacen hoy. Nosotros enseñamos edificios "muertos" (o casi) que utilizamos como reclamos de visitantes o como "photo-call" de turistas, ellos edificios que llenan todos los días de gente que trabaja, que genera ideas, en los que se hace ciencia. Nosotros contamos historias que significan muy poco o nada para la ciudadanía (¿o es que alguien aspira a ser Abderramán III?). Ellos ensalzan a modelos sociales que inspiran todos los días a miles de norteamericanos. Nosotros vivimos de lo que otros hicieron, ellos viven pensando en lo que harán en el futuro. 

Es cierto, los Estados Unidos no tienen historia, ni monumentos. Nosotros tenemos monumentos e historia. Ellos, sin embargo, viven sus monumentos, mientras que nosotros solo conservamos y explotamos los nuestros. Ellos tienen ciudades vivas que cambian y crecen todos los días, mientras nosotros hacemos de nuestras ciudades parques temáticos de sí mismas. Ellos están obsesionados por la tecnología, nosotros por la gastronomía. Ellos gastan dinero en lo que puede venir, nosotros en mantenernos como siempre. Ellos fracasan y reempiezan, nosotros evitamos fracasar. Nosotros tenemos un pasado, los norteamericanos, un futuro. Quizás sea eso lo que nos pasa: que no avanzamos por el tremendo peso de nuestra historia. 

11 de abril de 2016 

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