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lunes, 17 de agosto de 2015

Eternos debates

España es una sociedad tan tradicional y conservadora que trasmitimos de generación en generación los mismos debates. En España los temas no se zanjan, se agotan durante un tiempo de puro aburrimiento y, al poco tiempo, volvemos a empezar como si fuera la primera vez que se tratan. El fondo no cambia, lo que cambia, a veces, son las formas. 

Las modernas disputas en torno a la Iglesia no son otra cosa que la vieja retórica clericalismo-anticlericalismo de los siglos XVIII y XIX que la sociedad española no ha sabido zanjar. Como el debate República-Monarquía no es un debate nuevo, sino que es el mismo que hubo ya a mediados del XIX, que llevó a la Primera República, volvió a principios del siglo XX, que nos embarcó en la Segunda, y vuelve, con inexorable puntualidad, ahora en el siglo XXI. O el debate territorial: la queja territorial española se arrastra desde hace más de cuatro siglos. Desde el momento en el que América fue un asunto de Castilla y los reinos de la corona de Aragón perdieron papel en el Mediterráneo. Ya en el siglo XVII hay memorial de agravios de aragoneses y catalanes por el tema de los nombramientos en la Corte, como hubo memorial de agravios impositivos en el siglo XVIII, como lo hubo en el siglo XIX por la cuestión de las leyes comerciales (por cierto, sacrificando la incipiente industria exportadora andaluza por la singularidad catalana). Este memorial de ahora, con enfado independentista incluido, es sólo el enésimo episodio de un asunto de siglos. Como es eterna la reforma de la administración local (en todas las crisis fiscales se ha planteado) o las reforma de la educación. O las cuestiones del agua que vuelven a aflorar entre Castilla-La Mancha y el Levante. Es curioso, pero sólo en dos casos importantes hemos zanjado los debates, se han resuelto los problemas y hemos dejado de preocuparnos por ellos: la cuestión del terrorismo etarra y el debate de la política exterior europea (aunque Aznar intentó reeditarlo). 

Quizás los debates se hacen eternos porque las posiciones se fijan desde la ideología y no desde la racionalidad de la situación (lo que es un síntoma de nuestra escasa cultura científica), porque no somos capaces de sentarnos a argumentar atendiendo las razones de los otros (lo que es un síntoma de nuestra escasa cultura filosófica) y, fundamentalmente, porque siempre buscamos las mismas soluciones (lo que es un síntoma de nuestra pereza mental), que empiezan siempre por una reforma de la Constitución. 

Sin negar que la Constitución de 1978 necesita algunas reformas, especialmente la organización territorial del Estado (Título VIII) y el papel del Senado o la igualdad en la sucesión a la Corona, creo que el enésimo debate sobre esta reforma se está planteando de una forma maximalista que no nos llevará a ningún sitio. No creo que sea ni oportuno ni conveniente un proceso constituyente como sugiere Podemos (¿o es que esta vieja Constitución de 1978 no nos ha dado un marco de convivencia democrática suficientemente amplio durante los últimos treinta años?), ni creo que sea necesario que haya que entrar en una redefinición de los derechos fundamentales del Título I, como sugieren algunos socialistas, porque con eso no resolvemos los problemas sociales ya que lo sustantivo es el ejercicio efectivo de los derechos y no su escritura en bronce (y si no que se lo pregunten a los venezolanos que tienen en su Constitución Bolivariana la mayor colección de derechos de todas las constituciones modernas), ni creo que haya que tocar el capítulo VIII para darle "encaje a Cataluña", sino porque, terminado el proceso de acceso a la autonomía, lo que se necesita es darle racionalidad y eficiencia al sistema autonómico. Hay que reformar la Constitución, y sería bueno hacerlo pronto, pero sin fiar en ello la solución a todos nuestros problemas, pues muchos de estos tienen otras causas y otras soluciones. 

17 de agosto de 2015 

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