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lunes, 7 de abril de 2014

¿Deflación? No, gracias

Dentro del conjunto de variables que describen el funcionamiento de una economía hay unas un tanto especiales que llamamos equilibrios. Estas variables son, fundamentalmente, cuatro: las variaciones de los indicadores de precios, la tasa de paro, el saldo presupuestario y la posición financiera de las administraciones públicas. La particularidad de estas variables, frente a las de actividad (PIB, saldo exterior, etc.), es que decimos que van bien cuando sus valores están cercanos a cero. 

Así, lo ideal es que las variaciones de los precios estén entre el -1 y el +2, porque eso supondría que son estables en el tiempo; como lo ideal sería que la tasa de paro fuera cero, porque supondría que todo el mundo trabaja; como lo ideal es que el saldo presupuestario y la posición financiera fueran cercanas al cero, porque eso supondría que los impuestos son suficientes para cubrir los gastos públicos. Una economía tiene problemas cuando estas variables se alejan mucho del cero. 

En el frente de los precios, lo ideal es que los precios no suban más de un 1,5 o 2% anualmente y, desde luego, que no bajen de un 1%. Si los precios suben más del 2% decimos que tenemos inflación, y eso es malo porque la inflación distribuye renta entre aquellos sectores que pueden repercutirla (monopolios, sectores protegidos) y aquellos que no (trabajadores, pensionistas, etc.), y porque, en comparación internacional, todo diferencial de inflación lleva a pérdida de competitividad y a paro. Las grandes inflaciones latinoamericanas de los ochenta son una de las causas de las desigualdades en estos países, como parte de nuestro paro actual se debe al diferencial de inflación que tuvimos frente a nuestros competidores en el periodo del boom económico. La inflación es una enfermedad relativamente corriente, pero hoy, con los niveles de globalización y los instrumentos monetarios de los que dispone cualquier banco central, no es difícil de mantenerla controlada. En este siglo XXI, por ejemplo, ningún país desarrollado ha vivido inflaciones superiores al 6%, como no ha habido, en todo el mundo y en este siglo, nada más que siete economías que hayan tenido inflaciones superiores al 15%, entre ellas Venezuela y Argentina actualmente. 

La deflación, por el contrario, o sea, la caída generalizada de los precios de los bienes y servicios, es, frente a lo que pudiera parecer, una enfermedad grave, rara y peligrosa: grave, porque una caída de los precios lleva a una pérdida de ingresos de las empresas, lo que supondría una caída de su actividad y pérdida de puestos de trabajo; rara, porque en todo el siglo XX solo la vivieron las economías desarrolladas al inicio de la década de los treinta y fue lo que provocó la Gran Depresión; y Japón en los primeros noventa y le llevó a su largo estancamiento; y, finalmente, peligrosa, porque en economías abiertas no es posible atajarla con medidas estándar y lleva a una pérdida de confianza que suele tardar en curarse. 

Una inflación se cura con tipos de interés altos, que reducen el flujo monetario, y control de costes mediante flexibilidad en el mercado de trabajo, competencia en los de bienes y servicios, apertura exterior y desregulaciones. Una deflación, aunque es el fenómeno contrario, no se cura con las medidas inversas porque los tipos de interés no pueden ser negativos (¿alguien prestaría para recibir menos dinero en el futuro?), es absurdo solidificar los mercados e imposible cerrar las economías. Una deflación solo tiene una cura y es una "inyección directa" de dinero en la economía. 

Por eso, hace bien el Banco Central Europeo es estar "unánimemente preparado" (es decir, Alemania no se opone) para tomar medidas "no convencionales" (o sea, a darle a la máquina del dinero) si la economía europea entrara en peligro de deflación. Y hace bien porque una deflación sí que haría de esta crisis una crisis europea y no solo de los países del Sur. 

7 de abril de 2014 


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