La huelga general de la semana pasada ha sido, como todas las huelgas generales, una huelga política. Y, como casi todo en política, es un juego comunicativo, porque la huelga general significa lo que cada uno que opine sobre ella quiere que signifique.
Una huelga no es la forma de manifestar una voluntad colectiva porque, además de ser una acción negativa (no trabajar), no hay manera de saber lo que se sostiene (de ahí los mensajes simples), ni el grado en el que se prefiere. Desde un punto de vista democrático es sólo el ejercicio de un derecho, pero no es la manifestación de una voluntad popular. De ahí que no pueda compararse, ni por asomo, con unas elecciones libres en la que concurren, tras un periodo electoral, distintas opciones que plantean diversas posibilidades, y se ejerce el derecho al voto libre y secretamente.
En una huelga general, no todos pueden ejercer su derecho al trabajo si, por ejemplo, se paran los transportes; el ejercicio del derecho es dual (o se está de huelga o no); y el ejercicio del derecho no es secreto (ni puede serlo) con lo que la presión de un grupo, sus amenazas o, sencillamente, no señalarse como diferente condicionan claramente su ejercicio. Teniendo esto en cuenta, decir que una huelga general es un ejercicio de democracia es tener en muy poco lo que es la democracia. Porque la democracia, además de derechos y su ejercicio (entre ellos el de huelga), es un conjunto de procedimientos para la conformación de la voluntad popular a partir del voto igualitario y libre de cada uno.
Precisamente porque una huelga general es un procedimiento escasamente democrático (aunque sea el ejercicio de un derecho democrático) es por lo que el significado político de la huelga depende de lo que se diga de la huelga, de la percepción que se forme el Gobierno y si ésta le hace cambiar de opinión. De ahí, también, que el éxito o el fracaso de una huelga no se pueda medir el día que se produce, sino después y según sus consecuencias.
Una huelga, por muy seguida que sea, y la de la semana pasada no lo fue, que no cambie nada es un fracaso para los que la convocan y un éxito de aquel contra el que se convocaba (el Gobierno). Una huelga escasa que se amplifique y a la que el Gobierno atienda será un éxito porque logra influir en éste. El éxito de una huelga general, pues, no depende tanto (que también) de su seguimiento, sino de si el Gobierno deja que sea un éxito.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, y sin entrar en valorar las razones de la huelga, en mi opinión, el Gobierno se equivocaría si convierte la huelga general del día 29 en un éxito para los sindicatos. Es decir, creo que el presidente Rajoy se equivocaría si consiente que una huelga tenga una legitimidad similar que unas elecciones generales celebradas hace escasamente cuatro meses. Si presta más atención a unos sindicatos dudosamente representativos que a los mismos partidos políticos de la oposición. Si deja que las leyes se puedan reformar desde la calle.
Más aún, creo que se equivocaría en mucho si modifica la reforma laboral emprendida porque, si hay un mercado que necesita un profundísimo cambio en su regulación, es el mercado de trabajo español que ha producido la tasa de paro más alta de los países desarrollados, y la reforma, aunque incompleta en no pocos aspectos, va en la buena dirección. Y, desde luego, si cede supondría, no sólo un error político, sino un error político con consecuencias económicas porque supondría una inmensa pérdida de credibilidad de un gobierno que goza, además, de una amplia mayoría absoluta ganada en las urnas.
Por todas estas razones espero que el Gobierno no ceda ni un ápice. El problema, entonces, lo tendrán los sindicatos. Lo que no estaría mal, para variar.
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