Según la última Encuesta de Población Activa, en España había 17,3 millones de personas ocupadas (la misma cifra que en 2004) y 5,8 millones de personas desempleadas, la cifra de paro más alta jamás alcanzada por la economía española. Esto significa que, desde el primer trimestre de 2008, momento de inicio de la crisis, hasta la fecha, se han perdido unos 3 millones de puestos de trabajo, lo que supone una caída del 15,1% del empleo. Mientras, en el mismo periodo, la actividad ha caído "solo" un 6,5%. Este hecho, la sobredestrucción de empleo, refleja, de una manera sintética, que algo funciona muy mal en el mercado de trabajo español para que, en un tiempo en el que se reducen los salarios reales, el paro crezca. Porque si no fuera así, y la caída del empleo hubiera sido aproximadamente igual que la de la actividad, ahora estaríamos hablando de 4 millones de parados, 1,75 millones menos, de una tasa de paro del 17,4%, de 19 millones de puestos de trabajo. Más, aún, si no fuera así, con una caída de salarios reales, la sangría del paro debería haberse frenado en los 3,5 millones de personas.
Todo ha fallado en nuestro mercado de trabajo. Porque decimos que un mercado de trabajo funciona bien si facilita una ocupación digna, adecuada a la cualificación y experiencia, con un salario coherente con lo anterior para todos aquellos que quieran trabajar. Hay, pues, cuatro medidas cuantificables del funcionamiento de un mercado de trabajo: la tasa de paro; el respeto a los derechos de las personas; la adecuación de los empleos a la dotación de capital humano; y, finalmente, la coherencia y proporcionalidad de las retribuciones entre sí y con la aportación al proceso productivo. Teniendo esto en cuenta, hemos de concluir que el mercado de trabajo español está profundamente enfermo: porque produce paro; porque se están deteriorando las condiciones laborales; porque se está generalizando el subempleo; porque, en algunos sectores, como el sector público, se está perdiendo la coherencia salarial.
Las causas de estos problemas son muchas y variadas. Tantas, que se puede decir que el mercado de trabajo español casi concentra el conjunto de todas las etiologías laborales posibles. Una pésima regulación laboral de raíces corporativas (falangistas) muy rígida que ahuyenta la contratación indefinida y dualiza el mercado, convierte a los comités de empresa en pseudo-direcciones paralelas y al poder judicial en una variable a tener en cuenta en la gestión de los recursos humanos. Una institucionalización centralizada de las relaciones laborales que ha propiciado a los agentes sociales un papel en la vida política que va más allá de lo genuino de su función, al tiempo que ha provocado un alza de salarios política muy por encima del crecimiento de la productividad. Un débil tejido empresarial con pocas empresas, de escaso tamaño, mal organizadas, con baja productividad y en sectores muy maduros y con exceso de regulación, lo que hace que el empleo español pivote demasiado sobre microempresas tradicionales y sobre el sector público y poco sobre empresas internacionalizadas y en sectores de alto valor añadido. Una oferta de trabajo desequilibrada en su formación media, por una crónica carencia de titulados medios y de formación profesional y una preocupante tasa de personas sin cualificación. Una fiscalidad del trabajo que encarece el trabajo nacional impidiendo su competitividad internacional. Incluso, una ideologización excesiva que, a fuerza de clichés, oscurece el análisis. Y, a todo esto que ya estaba en el mercado de trabajo español de antes de 2008 y nos provocaba los 2 millones de parados que teníamos entonces, hay que añadir las circunstancias que ahora tenemos de caída de la demanda, los problemas de financiación- la crisis.
El mercado de trabajo español está enfermo, profundamente enfermo. Y porque en esta frase hay 5,78 millones de personas en paro es por lo que deberíamos reformarlo en profundidad. Una reforma profunda que, de no hacerse, convertirá sus enfermedades en crónicas.
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