Páginas

lunes, 10 de abril de 2006

Corrupción urbanística

No creo que a nadie le haya sorprendido la noticia de la corrupción en Marbella. Y no lo creo porque cualquiera medianamente informado de los asuntos públicos, especialmente de los municipales, sabe de la generalizada corrupción en la que se mueve la política urbanística. ¿Sólo Marbella? ¿Es que no ha habido corrupción en Ayamonte, en Gibraleón o en Punta Umbría? ¿Es que nadie se está enriqueciendo con la especulación del Parque Natural en Barbate? ¿Es que ningún responsable político viaja entre Algeciras y Estepona? ¿Es que con el hotel en el Cabo de Gata nadie gana dinero con él? Y no sólo en la costa andaluza o murciana o canaria o cántabra o valenciana hay corrupción. Hay corrupción, inmensa y de diverso calado, en casi todas nuestras ciudades. ¿O es que no hay corrupción, grande y con todas sus letras y pequeñas corruptelas, en los pueblos del Aljarafe sevillano, o en Granada, en Orihuela, en las ciudades dormitorio de Madrid o Barcelona o en nuestra misma Córdoba? Tanta corrupción tenemos en el sector de la construcción que urbanismo es sinónimo de corrupción desde el lado de los poderes públicos, como es sinónimo de fraude fiscal y de dinero negro desde el lado de los ciudadanos. Y esto es de todos conocido. Lo sorprendente no es que haya salido ahora lo de Marbella, lo raro es que se haya tardado tanto y que no haya noticias de detenciones todos los días en cualquier lugar de España. 

La corrupción que tenemos en el urbanismo es un grave problema cuyos cimientos son la discrecionalidad en la aplicación de la ley, la falta de transparencia en los procedimientos públicos y la posibilidad de beneficios extraordinarios. Y es que la primera causa de la corrupción viene determinada porque, en realidad, vivimos en una sociedad tan regulada que para hacer cualquier cosa es necesario el permiso político o administrativo de un poder público. 

En España, y es un tópico que no deja de ser cierto, todo lo que no está expresamente autorizado está prohibido, justo al contrario que en las sociedades liberales en las que todo está autorizado salvo que esté expresamente prohibido. De este intervencionismo público y administrativo es del que nace toda corrupción, porque siempre hay algún político o algún funcionario del que depende el permiso último para que una actividad esté conforme a la ley. En este exceso de reglamentación y casuística, contraria a las leyes de grandes principios y a la autonomía personal, es donde se afirma, en primer lugar, la corrupción. 

El segundo pilar de la corrupción es la falta de transparencia de los procedimientos públicos, la lentitud de la administración y la ausencia de mecanismos de control. Y es que la corrupción urbanística sólo es posible si hay la posibilidad de construir sin que nadie pida explicaciones y si nadie actúa ante el incumplimiento. 

La corrupción urbanística sólo es posible si los poderes públicos, entre ellos la administración de justicia, hace la vista gorda o actúa tan lentamente que carece de sentido su actuación. Y, finalmente, la corrupción urbanística es posible porque las plusvalías y los beneficios son extraordinarios, gigantescos. Unos beneficios para todos menos para el ciudadano. 

Pero la corrupción tiene en nuestro país, además de unos cimientos sólidos, una tierra firme sobre la que se asienta: esa ausencia de civilidad que tenemos, que nos lleva a considerar como normal esta situación y a no rechazar a los políticos corruptos, a los empresarios corruptores, a los juristas (abogados, notarios, jueces) que son colaboradores necesarios. Una tierra profunda como nuestra estupidez, porque, al final, lo que ganan los corruptos lo pagamos todos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario