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lunes, 24 de abril de 2006

Débiles debates

Llevamos unos años, demasiados en mi opinión, en los que el debate político en España, y es un mal también de otras sociedades democráticas, se está deteriorando. En un tiempo en el que tenemos a nuestra disposición una gran cantidad de información y de conocimientos, los políticos sustituyen el debate político racional, por una esgrima verbal que sólo busca titulares. 

Las causas genéricas de este deterioro del debate político son múltiples. La crisis de las grandes ideologías, sustentadas todas ellas sobre teorías omnicomprensivas de la realidad social, así como la ausencia de los intelectuales de los debates, víctimas de su propio relativismo, o la inmediatez en los medios de comunicación puedan ser tres de las causas profundas de este problema. Pero es un hecho, para mí indudable, que el debate político está perdiendo fuerza, nivel intelectual, racionalidad. Y cualquiera que haya seguido la reciente campaña en Italia o los debates sobre el nuevo contrato laboral francés coincidirán conmigo en este deterioro del debate político. El problema es que el ejemplo español no es más edificante. 

Es cierto que, en España, el declive de la calidad de nuestro debate político empezó cuando Aznar desplazó a los socialistas del poder a base de repetir cuatro frases manidas. Pero es también cierto que con el gobierno de Zapatero no ha mejorado la situación de la calidad del debate político porque nuestro debate político (tanto en la selección de los temas, como en los argumentos) se está dirimiendo, huérfanos nuestros partidos de teorías y de intelectuales, en el plano de los sentimientos, no en el de la razón. Cuando Maragall , y con él los nacionalistas y socialistas catalanes, presentaron las razones por las que había que hacer un nuevo estatuto, no argumentaron desde criterios de eficiencia en la gestión de los servicios públicos (con un buen estudio previo de esta eficiencia) o desde un criterio de ampliación de los derechos de los individuos (que podrían ser generalizables al conjunto de los ciudadanos de España a través del grupo parlamentario socialista), sino desde el recuerdo (mítico muchas veces) del pasado, mal llamado memoria histórica, y desde la identidad. Es decir, desde dos razones que pertenecen al ámbito de lo privado, de lo subjetivo: porque la Historia es la que es, pero cada uno tiene sus mitos de ella, por lo que es sencillamente absurdo legislar o gestionar el presente condicionado por ella; y la identidad (hermosa palabra que significa igual) es inobservable y, por lo mismo, no debe pertenecer al ámbito de lo democrático por desigualitario. Los nacionalistas, pues, y aquellos que los siguen en estos temas, sencillamente no argumentan, no dan razones comprensibles, no razonan. De ahí que el debate con ellos sólo se pueda producir en su mismo plano de irracionalidad (como hace, muy maleducadamente, por ejemplo, Jiménez Losantos ). Nuestro debate político se ha contagiado, pues, de una debilidad historicista y de una debilidad nacionalista. Dos debilidades que no sólo marcan la argumentación, sino los mismos temas: nuestro debate político es tan débil que a asuntos de enorme calado presente o futuro (la inmigración, la pobreza, la investigación, la construcción europea, la emergencia asiática o la dependencia energética) apenas se les dedica atención, cuando no están también contaminados por estas mismas debilidades historicistas y nacionalistas. Hasta el mero paso del tiempo y un 14 de abril actúa como razón para suscitar viejos debates en los que nada nos va. 

De esta debilidad de nuestro debate político, tanto en la selección de los temas, como en la argumentación, y esto es lo que me preocupa, no sólo no estamos obteniendo soluciones a los problemas de siempre, sino que estamos obteniendo malas soluciones a los problemas de hoy, al tiempo que, de seguir por este camino, nos vamos a encontrar con nuevos y, en algún caso, con viejos e irresolubles problemas.

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