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lunes, 22 de octubre de 2007

Marco institucional

Los cambios en el marco institucional español han sido continuos desde que, con la Constitución de 1978, iniciáramos la descentralización del Estado heredado del franquismo. Unos cambios que se aceleraron en otra dirección, la supranacional, cuando en 1986 España empieza a colaborar en el proceso de construcción europea. De hecho, hemos cambiado tanto el conjunto de nuestras instituciones políticas que estoy seguro de que ni siquiera una mayoría de los políticos que las han protagonizado es consciente de lo realizado. 

Las instituciones políticas son un conjunto de recursos humanos y materiales organizados que producen las reglas y leyes o que prestan servicios públicos. Son ese entramado de Parlamentos (el europeo, el español y el de la comunidad autónoma), Gobiernos y administraciones (hasta cinco tiene cualquier español sobre él), Tribunales, organismos autónomos de derecho público y empresas públicas, etc., que dictan las normas para regular la convivencia, posibilitan el funcionamiento de la economía y prestan servicios como la sanidad o la educación. 

El éxito de este marco institucional para producir orden social, incluir distintos intereses, canalizar conflictos, generar participación, hacer crecer y distribuir la renta, depende de muchos factores, entre ellos, de la lógica y principios con que está ha diseñado, de la eficacia de cada mecanismo y de los sistemas de cooperación entre ellos e, indudablemente, de la calidad de las personas que los encarnen en cada momento. Y la política económica es un buen ejemplo de cómo un marco institucional complejo puede funcionar en algunas partes y fracasar en otras. 

Antes del desarrollo del Estado de las Autonomías y la integración en la zona euro, el Gobierno de España era el responsable de toda nuestra política macroeconómica, de una parte importante de las políticas de bienestar (seguridad social, sanidad, educación, infraestructuras, etc.) y de casi todas las políticas sectoriales (industria, agricultura, turismo, comercio, vivienda, etc.). Ser ministro en cualquiera de estas áreas era tener poder. Hoy, cedida la política monetaria al Banco Central Europeo, limitada la política fiscal global por los acuerdos del Pacto de Estabilidad, cedidas las principales partidas de gasto público a las Comunidades Autónomas y en vías de cesión las de los impuestos, la política macroeconómica que puede hacer el Gobierno es una sombra de lo que fue. Más aún, muchas de las políticas de bienestar, que en los Estados desarrollados son las más importantes desde la perspectiva del gasto, son competencia de las Comunidades Autónomas, así como una parte de las de infraestructuras (aunque la financiación de éstas corra a cargo, en una parte importante, de la Unión Europea). Mientras, la mayoría de las políticas sectoriales se regulan en Bruselas, pero se gestionan por parte de las Comunidades. Por eso, la responsabilidad de que la política económica funcione es una responsabilidad muy compartida. De hecho, el éxito de nuestra economía en los últimos años es tanto el fruto de la buena política monetaria del BCE, como del buen trabajo de coordinación de Solbes. Por su parte, son las comunidades autónomas las responsables de las listas de espera en la sanidad o de la calidad de la educación. De la misma forma que la responsabilidad de los precios de la vivienda está repartida entre las Autonomías y los Ayuntamientos. Por eso, para asignar responsabilidades de forma coherente es por lo que sería conveniente un sistema de elecciones separadas, para que asignemos a cada nivel la responsabilidad que le corresponde. 

De cualquier forma, el peligro de la política española con los cambios institucionales que se van produciendo no está tanto en que el sistema pueda no funcionar, sino en que algunas partes pueden querer simplificarlo eliminando al Gobierno central. Y de eso también tendríamos que pedir responsabilidades. 

22 de octubre de 2014 

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