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lunes, 5 de mayo de 2008

Sobre la política económica

El periodo de ajuste (tiempo habrá de llamarlo crisis) que está viviendo la economía española es diferente a lo que hemos vivido antes. Diferente no sólo por las características actuales de la economía española, sino por las circunstancias en las que se mueve la política económica. Unas circunstancias que limitan y condicionan las posibilidades de la política económica. 

La primera circunstancia que es necesario considerar es que la economía española no tiene ahora autonomía monetaria. Pertenece a la zona euro, lo que supone un conjunto de ventajas, pero también de inconvenientes. La ventaja evidente es que el euro no sólo ha sido el motor de nuestro crecimiento (nuestros desequilibrios de balanza de pagos hubieran sido insostenibles con la peseta), sino que nos ha protegido de los choques de precios en los mercados exteriores (petróleo y materias primas). 

Pero esta pertenencia al euro tiene como contrapartida que no podemos usar la política monetaria ni como mecanismo de ajuste (mediante devaluaciones), ni como instrumento de crecimiento (acomodando el tipo de interés). La política monetaria es, para la economía española, un dato del entorno, una circunstancia. Hemos, pues, de descontar que los tipos se mantendrán, en los próximos meses, a los niveles relativamente altos actuales por la incertidumbre en los mercados financieros, por los choques de precios internacionales y, finalmente, por la incapacidad de algunas economías europeas de hacer reformas estructurales. 

Sin la posibilidad de uso de la política monetaria sólo nos quedan la política fiscal y las políticas de oferta. En cuanto a la primera, y a pesar de lo que cree la gente por la retórica electoral, lo primero que hay que reconocer es que es relativamente poco eficaz en un contexto de tipos de cambio fijos como el que tenemos. 

De acuerdo con la evidencia empírica (española y comparada), una expansión del gasto público con transferencias para sostener la renta de las familias, en una economía con nuestras características, tendría un pequeño efecto sobre la tasa de crecimiento, mientras que aumentaría los diferenciales de inflación, por lo que el resultado último sería, sencillamente, cambiar un menor incremento de la tasa de paro a corto plazo por un más largo proceso de estancamiento. Una expansión del gasto público (o la casi equivalente bajada de impuestos a las familias) no tendría más efectos, pues, que aplazar el ajuste económico. 

Si no podemos usar la política monetaria y la política fiscal de transferencias de rentas no es tan eficaz como antaño (típicas políticas keynesianas), la única alternativa que queda son las políticas de oferta, que esta vez tendremos que pagar de nuestro dinero porque se acabó para nosotros esa parte de la financiación comunitaria. Unas políticas de oferta que este Gobierno aprobó hace cuatro años con el Plan Nacional de Reformas y en las que poco o nada se ha avanzado. Unas políticas de reformas que se orienten hacia una mayor competencia en los mercados de bienes y servicios (como elemento crítico para luchar contra la inflación); que flexibilice el mercado de trabajo (evitando efectos de segunda vuelta), que fomente la capitalización de las empresas (mediante reforma del impuesto de sociedades), que reoriente el gasto público hacia infraestructuras públicas y el fomento de la inversión en capital físico y humano en las empresas. De paso y de una vez, habría que reformar el sistema educativo, clave para mejorar la productividad. Todo ello evitando la tentación de intervenir en los mercados o de subvencionar a sectores representados por antiguos altos cargos. 

De igual forma, para gestionar las expectativas, sería bueno que el Gobierno reconociera que hemos cometido excesos, que no se actuó a tiempo, que hemos de ajustarnos. Pero, claro, para eso se necesita saber algo de economía, cierta dosis de realismo y una pizca de liderazgo, y no un vaso largo de optimismo antropológico mezclado con intervencionismo gran reserva. 

5 de mayo de 2008 

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