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martes, 26 de junio de 2012

La enfermedad europea

Esta semana se celebrará en Bruselas la cumbre europea de final de semestre centrada, cómo no, en la crisis. Ya la semana pasada hubo reuniones y declaraciones. Como las habrá esta semana. En ellas se dirá que la Unión Europea está en una situación crítica y que urge tomar decisiones para atajarla porque, como dice la señora Lagarde, directora del FMI, "hay tres meses para salvar al euro". Los jefes de Estado y de Gobierno, con los máximos responsables de la Unión, Barroso y Van Rompuy, discutirán dos días y llegarán a consensuar grandes declaraciones. Dirán que gracias a la "madurez del pueblo griego", a los esfuerzos de España e Italia y a los avances en la construcción europea, que se han plasmado en el "Tratado sobre Estabilidad, Coordinación y Gobernanza" en la zona euro, ahora se puede dar el paso hacia una coordinación de la política económica que nos lleve a la "senda del crecimiento económico". Se lanzará la idea de que es conveniente un nuevo Tratado, "Maastrich 2.0", que complete el de 1992 y que fije como objetivo la creación de unos Estados Unidos de Europa (aunque sin decirlo, por el fracaso de la Constitución Europea). Como esta semana, además, el Banco Central Europeo está abriendo la mano en las facilidades crediticias a las entidades financieras, especialmente españolas, los mercados se relajarán, con lo que parecerá que lo peor ha pasado. 

Por unos días parecerá que los gobiernos europeos han resuelto el problema de la deuda y diremos que Europa da un paso hacia su integración, lo que supone un rayo de esperanza para la salida de la crisis y la promesa de un futuro mejor. Y es posible que esta imagen sea cierta. Ojalá sea cierta. Pero también es posible que sea un simple espejismo hasta la siguiente crisis. Porque el problema de Europa, su enfermedad, no es la crisis de la deuda, ni la atonía económica, ni la falta de grandes declaraciones, ni de objetivos (léanse solo las primeras páginas del Tratado de Maastricht de 1992). La enfermedad europea no es económica, ni publicitaria, es más profunda, es política. 

Europa tiene una enfermedad que se manifiesta en una arquitectura institucional que es defectuosa (demasiado alejada del ciudadano, demasiado compleja, demasiado centrada en lo intergubernamental, con demasiado déficit democrático, etcétera), en liderazgos europeos débiles con discursos miopes y cortoplacistas, en la ausencia de un discurso europeísta en los medios de comunicación y en la pérdida de entusiasmo europeísta entre la ciudadanía. Europa, en medio de la crisis, vuelve a manifestar los síntomas de su enfermedad política. Una enfermedad que hará que no salgamos realmente de la crisis, sino que solo la aplacemos. 

La enfermedad europea es antigua y está muy extendida. Es genética, fruto de una mutación de principios del siglo XIX y se propaga a cada generación. Se llama nacionalismo, ha sido mortal en el siglo XX y, en este, nos condena a la nada. Los europeos somos malditamente nacionalistas. Los hay radicales, más suaves o más cínicos, pero somos nacionalistas. Y mientras lo seamos, mientras no se nos pase por la cabeza que sería bueno poder votar a un presidente europeo (nacido en Francia o en Alemania), que nos representen en el Parlamento europeo personas nacidas en Polonia o Portugal, que las grandes empresas europeas son también nuestras y que una selección europea de fútbol o de atletismo sería casi imbatible, no haremos realidad la idea de Europa, y seguiremos poniendo dificultades a la salida de la crisis y al futuro que podríamos tener. Mientras no encontremos la forma de cambiar esta enfermedad genética no haremos otra cosa que ir renqueando hacia nuestro futuro. 

Esta semana habrá cumbre europea. Y se tratará de la crisis. Pero mucho me temo que será otra más, porque entre los de los que allí se reúnan dudo que haya siquiera diez justos que no sean nacionalistas y eviten la maldición divina de nuestra lenta destrucción. 

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